[UNA CENA]
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Como es usual, él la trataba con delicadeza. Atención y sumo cuidado.
La bañaba, le daba de comer, siendo el mas apto para su labor. Las necesidades de su nieta eran primordiales. Su belleza, opacada por su ser y condena, la llevó a la dependencia. Aunque eso no sucedía con Tadami.
Sus ojos inservibles eran lo mejor que le hubiese pasado a la pequeña. Era libre, era capaz, y mientras él la ayudaba, esta iba aprendiendo a mejorar sus movimientos. Pero la barrera de los ojos acusadores y el terror la congelaba. No era voluntario, se veía forzada a desaparecer de la atención como si fuese un maniquí.
No tenia opciones.
Pero Tadami la conocía bien. Sabía como hacer que sus ojos ignorantes dieran frutos.
Conectaron lazos cercanos, amistad sin igual entre familiares, único con el cual podía ser libre.
En la noche, Tadami estaba en la mesa del comedor.
Los demás, en penumbras y ojos vendados, se daban la mano y cantaban serenatas silenciosas. Ella solo comía, extendiendo sus lenguas imposibles de ver.
Silenciosa, lenta, 10 minutos de silencio llenaban como era diario la sala. El silencio solo era interrumpido por el reloj, que marcaba los rápidos segundos sin cesar.
Cada miembro de la familia estaba hundida en sus mas profundos pensamientos, imaginaciones, deseos, frustraciones y recuerdos.
Tamaoka los observaba no muy gustosa.
Finalmente y de un segundo a otro, desapareció y dio golpecitos a la pared.
Las luces se encendieron, todos de quitaron las vendas y empezaron la cena.
Sola, revolvió su pared, sus ojos cristalinos apuntaron al reflejo del espejo marchito. Era hermosa o era fea, no lo sabía con certeza.
En alguna de esas posibilidades, era condenada a no hacer nada. No debe ser vista.
Se quitó la mascarilla, volvió a mirarse, y dejó babear su enorme boca. Dejó agitar sus diminutos dientes, relamer sus inexistentes labios, respirar aire de la gran garganta que dejaba ver eternamente. Un descanso para si misma, un descanso para su mascarilla.
Observó la ventana que daba a la negrura eterna. Esperando con ansias, encontrar respuesta a sus preguntas.
“¿Qué soy?”
Preguntó su subconsciente con severidad.
“Llevamos 8 años esperando, cuidándote, alejándote de todo. Y aún así, sigues igual… Él me castigó de esta forma. Las vacas no están felices. Miran raro… Te miran mal. Temen de ti… Solo él podía decirnos que pasaba, pero ya no está. Voy a darle de comer a los cerdos.”
Y así, su madre dejó a Tamaoka mirando el horizonte. Las masas negras amontonadas la miraban mal. Una vez que estas clavaron su mirada fija en ella. No pudo mover ni un solo músculo. No pudo sentirse cómoda para ser ella.
No estaba bien, eso le molestaba, la atormentaba.
Las vacas la acusaban de la partida, causante de la caída de aquel con quien jugaba en el patio.
Entendió que no había posibilidad de tener a nadie mas.
¿Era culpable de que él viera mas de lo debido?
Los gritos de horror y tristeza de la madre retumbaban en la mente de Tamaoka. Su mirada petrificada hacia un panorama verde no daba lugar a otro pensamiento que a la silueta del chico tirado, agitándose, escupiendo sus ultimas gotas de cordura.
Pero el no debió ver. ¿Por qué la culpa?
Tadami posó su angustiante mano en ella. Sabia que no podía hacer nada. No era su culpa.
Pero todo pasa, no hay vuelta atrás, solo seguir adelante.
Siguió sentada. El gigante naranja y el dador de la vida y la luz ya se estaba acostando para descansar. Las masas de carne ya no veían interés en ella. Y Tamaoka finalmente decidió volver.
Tenia mucha hambre. No podía esperar mas. Pero su madre no volvía ¿Qué le pasó?
No tenia como saberlo pero ya no le importaba. Solo quería comer.
Cuando comió aquello que encontró. El grito de horror y asco que emanó de pequeños labios desconocidos hizo que su lenta ingesta se detenga. Vomitó frente a ella y casi sobre su comida.
Llorando, alertó a todos.
No fue la única vez que pasó esto.
“Ya no mas, Tamaoka… Esos perros tenían dueño.”
Sin esperanzas. La población tomó justicia por mano propia y tomaron el fuego como arma de razón.
La Organización no tardó. La hostilidad asemejaba a simios rabiosos, pues a estos se les arrebató muchas cosas vivas. Muchas amistades no humanas.
Finalmente. El silencio volvió y todo el pueblo calló.
La familia volvió a sonreír. Pues la niña ya no estaba ahí. Pero la cuerda en el árbol ya fue ocupada por Tadami.
El arrepentimiento de un suceso desconocido era presente en una memoria que lentamente era carcomidas por el olvido.
¿Había una niña en la familia? Ya no importa.